jueves, 2 de febrero de 2023

Madrid 1988: Crónica de poesía


Crónica de la “marcha” poética española en el año 1988.  Año del cincuentenario del fallecimiento de César Vallejo; cuya efeméride se llevó a cabo en el Ateneo de Madrid.  Asimismo, de la consolidación o patente, en España, de la denominada “poesía de la experiencia”.  Sobre ambos acontecimientos gira la presente crónica-ensayo.

Foto en el Ateneo de Madrid, en ocasión de un recital de poesía en homenaje a los 50 años de la muerte de César Vallejo (1938). Participamos, además de este servidor (flaco y con pelo), el poeta Antonio Cillóniz (de blanco) y, al lado de éste, Marcos Ricardo Barnatán (buen lector de Borges) y Tomás Mallo ante el micrófono. El Ateneo estaba literalmente abarrotado. Al final de la lectura, recuerdo, entusiasmado se nos acercó el bueno de Alfonso Barrantes Lingán (“Frejolito”) a felicitarnos. Yo no tenía sino unos pocos meses en Madrid (andaba becado por el ICI) y, por tal motivo, conservaba la mirada en claroscuro desde mi popular barrio de Breña. Mirada en blanco y negro en tanto pobre y pendeja y, por otro lado, deslumbrada por las maravillas que me ocurrían todo el tiempo. Mirada esponja y, al mismo tiempo, garrafa para beber; fuente.

Casi en llegando a la capital de España, fragüé el siguiente poema:

Amanecer en Madrid.

Amanecer en invierno.

Hay sopas:

De ajos.

Castellana.

Consomé de la casa.

Origen de las nuestras.

Los ojos de la señora

que atiende en la barra.

Origen de los ojos de todas

nuestras madres y de todas

nuestras mujeres.

Necesitar estos ojos.

Necesitar acariciarlos,

besarlos, copularlos.

Todo a un tiempo.

Queremos decir que estamos

en un amanecer en Madrid.

Pero la banalidad

no es lo nuestro. Sí,

las canciones.

Las canciones y esta luz

que se arroja lenta

desde el trampolín del cielo.

Ya me duele el alma

de tanto quererte.

Pero lo nuestro no es la banalidad.


DESDE OTRA MARGEN: LA ÚLTIMA POESÍA ESPAÑOLA

Prolegómenos

Corría el mes de agosto de 1988 en El Escorial. Nos encontrábamos gozando de una beca al Primer Curso de Verano de la Universidad Complutense de Madrid. En un recinto abarrotado, de iniciados y de público en general, se asistía a algo así como a una sucesión en el trono o al cambio de posta en alguna final de prueba olímpica. Incómodamente embutido en una silla de ruedas, hallábase en lo alto del proscenio el poeta Rafael Alberti; también la figura con aire adolescente de Luis García Montero. El poeta mayor, pues, cedía los lauros, monitoreaba, empleaba sus buenos oficios –no sabríamos cómo precisarlo– a favor de uno joven (andaluz como el autor de Marinero en tierra) e importante gestor de lo que llegaría a denominarse –un poco más tarde– “poesía de la experiencia”.

Después de los discursos de orden y la lectura de algunos poemas de Alberti, le tocó el turno al granadino. Aunque en ese entonces no conocíamos su obra, fuimos testigos incrédulos de lo bien que se pagaba en España el fácil recurso a la eufonía, y del montaje oportunista de cierta prensa capitalina. Parecía que –en tanto Alberti y García Montero representan, más bien, de algún modo lo rural o la tradición inmediata española– Madrid estaba decidida a consagrar esta poética de nítidos visos canónicos (folklóricos) y conservadores. A este evento, entonces, podría ya haberlo ilustrado muy bien el título del ensayo de Miguel d’Ors, En busca del público perdido (1994); como los de la “experiencia”, otro poeta descreído de la vanguardia y de la poesía latinoamericana en general. Obviamente, la mira para el disparo –el tiro de gracia, más bien– estaba dirigida directamente contra los “culturalistas” o “autonomistas de la obra de arte” del 70′, cónclave de poetas agrupados sobre todo en la célebre antología de José María Castellet, Nueve novísimos poetas españoles (1970). Es decir, para el público congregado aquella tarde en El Escorial no debían bastar ni las monocordes colecciones de archivos y vocabularios que, acaso, podrían describir las obras de un Jaime Siles, Guillermo Carnero o Antonio Colinas. Se quería ahora ser sincero, directo y sentimental, aunque ello no conllevara aventura personal o riesgo vital alguno asomando entre las líneas de aquella poesía de circunstancias. Sin embargo, esto es válido sólo por un lado; por el otro, el blanco de aquella sorprendente consagración de García Montero, era –podríamos denominarlo así– el control del desborde de raigambre popular: mass media, personajes excéntricos, costumbres alternativas, lenguaje crítico y altamente politizado que para entonces ya se había filtrado en la poesía española; incluso –aunque de modo no orgánico– en la antología de Luis Antonio de Villena, Postnovísimos (1986). En realidad, esta última obra es un documento importante de lo que se gestaba en aquella época, un intento de abrir la puerta del mundo ilustrado o “culterano” a los registros de la vida cotidiana contemporánea, juvenil, y los mass media.

Desde esta perspectiva, pues, podemos percatarnos del doble fuego al blanco, artístico e ideológico, que la consagración poética de García Montero representaba y, sin duda, del carácter hondamente reaccionario de su propuesta. Su objetivo no era — quizá como sí fue, por ejemplo, el de la antología de Víctor Pozanco, Nueve poetas del resurgimiento (Barcelona: Ámbito, 1976) — contraponer “a la pretensión de especificidad poética propia de los novísimos, una poesía de relación, entornal” (Fanny Rubio y José Luis Falcó, Poesía española contemporánea, 1939-1980, Madrid: Alhambra, 1984, p. 82). Más bien, aunque aquí se enfoque a García Montero en su papel de crítico (no menos versificador o declamador), señala con acierto el Colectivo Alicia Bajo Cero1:

“La escritura concreta de Felipe Benítez Reyes [y de Luis García Montero] apuntaría, en fin […] hacia la difusión ideológica de mensajes de signo narcisista, indiferentista, totalitario e idealista y, en consecuencia, hacia toda una ideología conservadora de la aceptación que, interesadamente, es perfectamente aceptable y solidaria con el discurso político institucional de la afirmación ensimismada del sujeto y de la no-tensión, de la conformidad acrítica [paradójicamente autodenominada progresista] con el mundo en que se instala”

(“A propósito de Poesía (1979-87)

de Felipe Benítez Reyes”

[www.nodo50.org/mlrs/Biblioteca/Alicia], p.51)

La poesía de la “experiencia” no es, pues, sólo un período artístico-ideológico del pasado y ahora alegremente superado. Sería interesante investigar cómo –con sus propios matices — se expresa esta misma ideología conservadora de los 80′ en los países latinoamericanos, y en su relación editorial con España. Al menos en el caso de Perú y República Dominicana, por ejemplo, dicho paralelo puede resultar muy productivo. Investigar cómo dialoga la poesía de la “experiencia” con sus pares: “del pensamiento” (República Dominicana) o simplemente de la tradición o del canon literario occidental en el Perú. Describir sus relaciones con el periodismo, las editoriales, otras instituciones y, claro, con un público particular. Como botón de muestra tenemos la publicación, por parte de Visor a finales del 2002, de la poesía y ensayos completos de José Mármol, el más importante propulsor de la “poesía del pensamiento” entre sus pares dominicanos; y, tampoco hace mucho, el peruano Eduardo Chirinos, de obra militantemente conservadora, ganó un premio que buscaba –de modo expreso– poesía innovadora y que convocaron la editorial Lengua de trapo y la Casa de América de Madrid.

Pero volviendo a nuestro testimonio, y para añadirle complejidad al panorama, en aquel I Curso de Verano de la Universidad Complutense también se reivindicó, muy merecidamente, la obra de uno de los fundadores del Postismo: Carlos Edmundo de Ory. Recordamos que en aquella ocasión –una vez que la charla se abrió a los asistentes– le preguntamos (en realidad sólo para complacer a Fanny Rubio que había sido una de nuestras profesoras y que en esa oportunidad se hallaba entre los panelistas) por su lector ideal; el poeta nos respondió: -“los delfines”. El público, como es obvio, premió su ocurrencia con prolongados aplausos; Fanny Rubio nos reconoció entre la multitud y, al menos ella, nos congratuló con la mirada; pero a alguna fascista –nunca faltan, incluso en los recitales de poesía– le divirtió enormemente, en toda la cara, que nuestro acento sudamericano o nosotros mismos (nuestra persona en su totalidad) quedáramos apabullados por respuesta tan ingeniosa. Mas Ory, por supuesto, no es un Alberti –con lo que nos gustan los versos de la paloma equivocada– ni, menos, es un García Montero. De cara a la poesía que escriben ahora mismo los más jóvenes, creemos que su obra –como la de Vallejo, de un vanguardismo no deshumanizado y con sentido del humor– junto con la de Luis Cernuda y Jaime Gil de Biedma son las más gravitantes en todo el ámbito de la poesía española. No son los polos, entonces, y por lo tanto las simplificaciones didácticas las que se perpetúan; sí, las personas –complejas y contradictorias– que saben aproximársenos en sus poemas. No son, por lo tanto –y hablando sólo de España–, ni los consabidos pregones de José Hierro ni los tics de Octavio Paz, clonados por José Ángel Valente, los caminos a seguir. Ni uno ni otro merecen darle cuerpo a ninguna de nuestras desconcertadas almas.

Es necesario, pensamos, que el lector se percate de una vez por todas del rol finalmente nefasto de la obra del mexicano. Como muy bien señala Ricardo Piglia2:

“la crisis de los intelectuales como voceros, la figura dominante del especialista y del técnico, del periodista como ideólogo, ha desplazado por completo la tradición del poeta como vocero de la tribu […] Quizá ahora que en este sentido la literatura ha muerto, se pueda por fin, escribir. La muerte de Octavio Paz podría entenderse como la muerte del último que intentó conservar una función que la sociedad había perdido y la conservó a cambio de perderlo todo, a cambio de excluir la literatura para conservar la figura pública del escritor como ideólogo […] Y fue el primer intelectual de nuevo tipo, digamos, el primero que se dedicó sistemáticamente, no a crear focos de discusión alternativos y contra públicos, sino a reproducir, a legitimar y a “modernizar” los temas y las cuestiones que querían imponer el Estado y que preocupaban a la cultura dominante”

(Crítica y ficción, Buenos Aires: Seix Barral, 2000, p.193-94).

De este modo, resulta por lo menos curioso (aunque este tema lo conservamos para un ensayo posterior), percatarnos que la Galaxia Paz es la que realmente ha elaborado la tan difundida Las ínsulas extrañas. Antología de la poesía en lengua española (1950-2000) (Madrid: Galaxia Gutemberg/ Círculo de Lectores, 2002). Para comprobarlo no tenemos más que revisar la obra y antecedentes de los antologadores. De los cuatro de este apocalipsis, tres son absolutamente paceanos: Blanca Varela, de la que Paz fue mentor poético y cuyo narcisismo no ha rebasado al del mexicano; Eduardo Milán, por muchos años principal colaborador ideológico de Vuelta, revista creada y dirigida por Paz; y José Ángel Valente, otro aprovechado discípulo del autor de El arco y la lira. Del crítico-poeta barthesiano Andrés Sánchez-Robayna poco tenemos que decir, salvo que solamente el fervor por su propia obra supera a su interés por la poesía de Góngora (en la que Robayna es un experto) y también por la del escritor mexicano. En este sentido, es loable y lúcido el gesto de Carlos Sahagún al haberse negado a figurar entre aquellas “ínsulas extrañas”. Y al reparar en otras ausencias –para no referirnos a alguna de las absurdas inclusiones–, ¿cómo Raúl Gómez Jattin, poeta grande, podría calzar semejante zapatillica de ballet?, ¿por qué Alejandra Pizarnik, inventora del ascensor, tendría que subir los fatigosos escalones de Blanca Varela?

Antología

Proponemos ahora una muestra de la última poesía española escrita en castellano. A esta delimitación –o limitación, según como se le mire– agregaríamos el hecho de que nos hemos basado, a su vez, en otras antologías. En este caso son tres: la de Basilio Rodríguez Cañada, Milenio. Ultimísima poesía española (Madrid: Celeste/ Sial, 1999), la de José Luis García Martín, La generación del 99. Antología crítica de la joven poesía española (Oviedo-Asturias: Clarín, 1999) y la de Juan Cano Ballesta, Poesía española reciente (1980-2000) (Madrid: Cátedra, 2001). Juntas, sin contar a los autores que se repiten, las tres reunen a 121 poetas, cuyas fechas de nacimiento van de 1950 (Ana Rosetti) a 1977 (Yolanda Castaño) y donde está representada, además, gran parte de la geografía de España.

De ellas, es obvio que la de Cano Ballesta es la menos arriesgada, incluye a dos indiscutibles como son Ana Rosetti y Blanca Andreu; mas, básicamente representa a cierto sector de la generación del 80′, al identificado con la “poesía de la experiencia” o de la “nueva sentimentalidad”. Y, en este sentido, ni Carlos Marzal (Valencia, 1961) ni el mismo Felipe Benítez Reyes (Cadiz, 1960), quizá sus más decorosos representantes, se salvan. Aquella estética no es sino, como sostiene con lucidez Jorge Rodríguez Padrón al hablar de la reciente poesía española, machacona retórica narrativa de los sentimientos y de la moral (“Las vanguardias tardías en España.” En Las vanguardias tardías en la poesía Hispanoamericana. Luis Sáinz de Medrano (ed.) Roma: Bulzoni,1993, pp. 331-44). Por su parte, en lo que respecta a la antología de Rodríguez Cañada, podemos percibir que –aunque éste no sea el caso de María Antonia Ortega (Madrid, 1954) — existe mayor aventura en la propuesta al incluir autores más jóvenes. Sin embargo, también es cierto que constatamos mucha influencia de la poesía de los 80′; no sólo en los poemas, sino –a manera de un canto alternado– también en las notas críticas introductorias a la obra de cada autor. De esta manera, Luis García Montero presenta a la granadina Marga Blanco Samos (1973); Leopoldo de Luis al madrileño Ignacio Elguero (1964); Jesús Hilario Tundidor al también madrileño Javier Fernández Aracama (1970), autor de uno de los mejores –por breve– poemas de toda la colección: “No. Miento. Tengo miedo”; Miguel d’Ors al paulista Eduardo García (1965), y la lista podría continuar. Mas, para intentar también ser justos –y creemos que no por simple coincidencia– los versos de los poetas más valiosos en esta antología van antecedidos, asimismo, por notas críticas sencillas y lúcidas. Por ejemplo, cuando Florencio Martínez Ruiz escribe su carilla sobre Antonio Moreno Figueras (Madrid, 1965), quizá el poeta más completo entre los 121 de las tres antologías:

“Sólo la fauna indiscriminada en que se ha convertido el panorama de la poesía española de hoy obtura la deslumbrante transmisión de una voz que, en mi opinión, se erige como una de las más proféticas de este fin de milenio”.

Otro ejemplo valioso es el de Clara Janés comentando los versos de María Antonia Ortega:

“su voz es siempre amorosa y alerta, casi sorprendida de las palabras que enuncia”.

Precisamente, es este carácter de “inevitabilidad” del lenguaje el rasgo que le otorga interés a la poesía de Ortega la cual, de otra manera, estaría ya subsumida en la obra de otras poetas, en particular en la de sus contemporáneas Ana Rosetti o Blanca Andreu. Por último, otro afortunado texto crítico que revela a otro poeta interesante podría ser el de Selena Millares presentando a Niall Binns (Londres, 1965), nos dice la crítica:

“Binns sabe del hechizo, pero pasa de largo, desdeñoso de los cantos de sirena que (di)secan las palabras. Y rinde el debido tributo a sus mayores –desde Parra o Girondo hasta muy lejos, Catulo o Aristófanes”.

Agregaríamos, nomás, que al cultivo de la anti poesía –gesto actual ante la literatura, y en general ante el arte, tan contemporáneo y universal– no se le debe contraponer el de la hondura; sea la del performance sobre el blanco de la página o, incluso, la de la más abierta frivolidad (Andy Warhol, por ejemplo, anhelaba saberse profundamente frívolo). Creemos que sin esta pauta de aventura íntima, finalmente de generosidad para el lector, el arte de la anti poesía –que aparentemente expresa el egoísmo en estado puro– paradójicamente no funciona; se vuelve penosa enumeración de nuestra rutina, más que anunciado desengaño, y fallido humor; en una frase, se vuelve mera tecnología. En este sentido, la actual anti poesía española es, curiosamente, equivalente al cada vez más extendido neobarroco de la poesía latinoamericana (muy especialmente el masificado del Río de la Plata). Sin capacidad metamorfoseante en sus imágenes –precisamente por falta de hondura–, el neobarroco, tal como aquella mala anti-poesía, es sólo una lista invertebrada de inhibiciones.

Mas, debemos saludar la anti poesía de Binns y la de algunos otros jóvenes poetas de los 90′; muy en especial la de José Martín Molina (Madrid, 1971), por su acendrado hedonismo y excelente sentido del humor. La anti poesía de ambos autores, a su modo diferentes y complementarias entre sí, nos permite reparar, tal como César Vallejo nos lo enseñó, en que el hábito no hace a la poesía ni, mucho menos, al poeta. Es decir, nos permite mantener abiertas las ventanas, de saludable aire fresco, en la irrespirable capilla de yuppies en que pareciera iba a convertirse toda la poesía española a manos de los del negocio de la “experiencia”. Lo mismo –aunque su obra no figure en ninguna de las tres antologías, pero sí en el Colectivo Alicia Bajo Cero, y sea una de las más relevantes aquí– vale decir de la obra de Jorge Riechmann (1962). Su poesía política, obsesionada con renunciar al “centro”, quiere ser amiga de la del autor de Trilce; mas, de un César Vallejo encerrado tras los barrotes de cierta lectura tópica: la denuncia de la injusticia y el reclamo de un orden social nuevo; cuando éste es sólo uno de los ingredientes de la poesía del peruano, los otros son su insondable inteligencia y su generoso (humanísimo) sentido del humor. Ingredientes, estos últimos, íntimamente fundidos con el anterior, pero que lamentablemente no percibimos en la escritura de Riechmann:

“Unos pocos hacen la historia:

los más la sufren:

¿A ti qué te parece:

podemos desuncirnos de esta noria?”

(27 maneras de responder a un golpe).

Por otro lado, pasando a la tercera y última antología consultada, la de José Luis García Martín, resaltan –como zarzas en un sembrío de coliflores– las obras de Jesús Aguado (Madrid, 1961) y Angela Valley (Ciudad Real, 1964). Creemos no equivocarnos cuando consideramos a estos poetas, junto a Antonio Moreno Figueras, los mejores poetas españoles nacidos en los años 60. La capacidad fabuladora de Jesús Aguado es extraordinaria, asimismo, la soltura con que maneja un lenguaje conceptista muy apropiado a aquélla:

“La poesía es el modo más perfecto inventado hasta ahora de hacerle justicia a la complejidad del mundo y de la existencia. En eso se parece al deseo, que es una chocolatina con siete vidas, que es un cuerpo que, al margen de la postura que adopte y de dónde venga la luz, siempre proyecta una sombra con forma de gato, que es un arañazo al vacío, ese matón al servicio de los dioses y los psicoanalistas”

Por su parte, en Angela Valley, cuya obra recién empieza a aparecer en libros en 1995, son conmovedores –a la altura de la emoción que requieren estos tiempos– esa especie de orfandad humana a la que nunca abandona la reflexión inteligente. De este modo, dicha orfandad, en su misma fragilidad y ambigüedad, se transforma en algo indoblegable, acaso en fortaleza:

“Ya no sé de otra luz que la que nace de su

[nombre,

ya no añoro el sexo ni el amor,

ni leer a los filósofos:

sentada a la orilla del mar, espero

simplemente a la profundidad del cielo.

Mientras haya vino,

¿qué me importa el vacío?,

¿qué me importa la noche?”

Aunque con un rasgo algo más romántico, la poesía de Valley se inscribe en lo que con fortuna denominamos ya postfeminismo que, en términos sencillos, entendemos como un no cargar las tintas en el fundamentalismo, en este caso, el del género, y tratar de religarnos los hombres y las mujeres y los objetos y lo aún desconocido. En otras palabras, relativizar la pesadez angustiosa que tiene el feminismo en otras latitudes (a causa de responder a específicas sociedades, procesos históricos y símbolos culturales) y que en el ámbito hispano ha sido, muchas veces, torpemente imitado o, cuando no, oportunistamente asumido. Por ejemplo, las poetas más valiosas del Perú actual –Magdalena Chocano, Rosella Di Paolo e Isabel Sabogal– concurren en ese mismo territorio; tal como lo que también observábamos en la poesía de su contemporánea española María Antonia Ortega, prefieren permanecer receptivas a lo más hondo de sí mismas, disponibles a la palabra “inevitable”.

Conclusión

Después de este somero análisis de la poesía del fin de siglo española, bien podemos colegir que aún está vigente el lastre de la “poesía de la experiencia”. Por este motivo, la mayoría de los poetas que figuran en las tres antologías son virtualmente intercambiables entre sí. Asimismo, este yo poético general mal podría revelar signos de futuridad; aquella es más bien una poesía terriblemente vieja y que, a veces, se apoya en un nacionalismo intrascendente. Sin embargo, no podríamos tildarla de banal en la intención que la inspira, pero sí en el producto que elabora. Dicha estética de la “experiencia” se filtra incluso en la obra de los poetas del 90′ que practican la anti poesía. Pensamos que es urgente una autocrítica en este sentido.

Por otro lado, en medio del monocorde panorama general, también hemos podido toparnos con muy agradables sorpresas. Comprobar, por ejemplo, que excelentes poetas como Angela Valley, Jesús Aguayo o Antonio Moreno Figueras comparten los mismos sobresaltos de sus pares latinoamericanos: ¿cómo persistir en ensayar una voz personal en medio de tanto espejismo de mercado? u otra también pertinente y, quizá, más agobiante en Latinoamérica: ¿cómo sobrevivir sin perder el sentido del humor, sin que la política mate en nosotros lo mágico? Obviamente, en nuestra época hipercrítica nadie, mucho menos los poetas, quisieran que los tomen por ingenuos en política; mas, tampoco, creemos sea obligatorio tener que pensar y expresarnos siempre como si fuésemos ministros del interior. Sin embargo, a aquellas didácticas y, por lo tanto, simplificadoras preguntas nos responde de forma mucho mejor el poema “Esperanza”, del último de los poetas nombrados:

“Derrocado el corazón,

intento salvarme de la tragedia.

Hago como si no estuviera muerto”.

__________________

Notas:

  1. Grupo literario valenciano que se expresa a través de la revista electrónica Lunas Rojas, tiene una editorial y, asimismo, mantiene una biblioteca en la red. Sus íconos literarios van de Mario Benedetti a Kiko Veneno; también Nicanor Parra y Roque Dalton aunque, la verdad, en ninguno de sus poemas –ni, menos, en sus ensayos– percibimos siquiera algo del humor desequilibrante del chileno o del salvadoreño. Es, digámoslo así, básicamente un grupo intelectual –incluso a la hora de escribir poesía–; pero tiene el mérito de propiciar el necesario debate de ideas en una España muy autocomplaciente con su literatura “oficial” y, también, tímida aún respecto al centralismo de todo tipo que representa Madrid. Las personas adscritas a este grupo practican, por lo general, una poesía cercana al social-realismo, a cierto naturalismo tipo Zola y, en el mejor de los casos, a un intentar aplicar las lecciones del distanciamiento crítico aprendidas en un autor como Bertold Brecht.
  2. Piglia es un crítico y novelista argentino que ha logrado fundir dos tradiciones culturales y epistemológicas muy distintas. La anglosajona, pragmática, que entiende que la verdad sólo tiene un valor de uso; es decir, es un producto desechable más. La otra es la humanística, propia de la tradición hispana, que entiende, por ejemplo, que hay una verdad escondida en lo que leemos y con esfuerzo debemos sacar a la luz. Del primer aspecto de su crítica deriva su idea de que la literatura es un combate: ¿la verdad para quién?; y, por ende, el aspecto político y del poder implícitos en aquella lucha. El segundo aspecto epistemológico y cultural se revela en cuanto Piglia postula que el crítico -convirtiéndolo así en un detective o en un aventurero– es el que busca desentrañar un “secreto” ya que “la realidad está tejida de ficciones”. Hemos introducido este comentario porque creemos que lo que ha hecho Piglia es muy pertinente para evaluar en profundidad nuestra actual poesía hispánica. Dados los tiempos que corren, creemos que el futuro de ésta también está en saber congregar –de algún modo, ya que no existe uno solamente– ambas tradiciones culturales; mas no solamente en la epidermis, es decir, en el léxico y las referencias más o menos exóticas o globalizadas. Probablemente los poetas que hacen esto último estén ubicados sólo en una de las dos tradiciones: en la hispana y tratando vanamente de ampliar o “modernizar” sus contextos, o abiertamente en la otra, la anglosajona, con lo nos hallamos ante curiosas caricaturas del original. No, no se trata de nada de esto en Piglia. Su obra es, más bien, prueba de que es posible fundir ambas maneras de conocer, de situarse en el mundo, sin que esto implique ausencia de conflicto personal ni, tampoco, se trate de un mero eclecticismo cultural (al modo del voceado, pero realmente inexistente, multiculturalismo norteamericano). En síntesis, nos hallamos ante una nueva forma, muy contemporánea, de pensamiento crítico (y poético); un modo, cabe esperar, más rico y productivo de estar a la intemperie

https://www.babab.com/no19/margen.php