“Lengua de animal puro con que habla mientras la palabra es una bala certera al corazón”.Pablo Macera (“Prólogo” a El fuego que no es el sol, Lima: Ediciones de los lunes, 1993)
Nos propusimos pensar desde esta parte del mundo. Pensar que no implica deshacerse de las emociones ni de los datos de los sentidos, incluido aquí el del pensamiento mismo. Argumentar acompañado de una retórica situada; aquella del paisaje americano y, en particular, del paisaje andino. Trascender lo anecdótico; lo políticamente correcto; todo subgénero de literatura de auto-ayuda. Aquello que piensa el grupete de amigos, a la larga siempre los mismos, guardianes y auspiciantes –en exclusividad– de lo que puede ser razonable. Lo nuestro no consiste en pensar en libertad, lo cual es privilegio de algunos pocos que no piensan. Lo nuestro es pensar de modo urgente, obligatorio y muy concentrado; tal como los niños en sus juegos. Nacer, a modo de Pariacaca, simultáneamente de cinco huevos. Y darnos “en bloque”, tal como César Vallejo, sobre todo en el pensamiento.
Lo nuestro fue pensar aquí para tocar hasta allá; aquella última isla o cabeza de nuestro iluminado archipiélago.
Lo nuestro constituyó pensar y gozar. No existe pensamiento amerindio; amerindios somos todos. Como un delfín es un ser humano; aunque éste ya quisiera ser un delfín.
Pensar como una actividad que supera a la muerte; como un ejercicio donde todos somos perdonados. Es más, en tanto una práctica que uno no puede ejercer si previamente no está perdonado. Pensar para el perdón. Perdonar y perdonarse para pensar. Y llegar tarde a clases si en ello hemos estado entretenidos. Tarde al bautizo, al matrimonio, a comprar aquella barra de mantequilla en el super mercado. Pensamientos: bancos de peces de colores, oscilantes y que van de aquí para allá.
Si el pensar de la hormiga y aquel del taladro son, en profundidad, exactamente el mismo. Cómo no lo será el de un amerindio frente a uno que no lo sea. Amerindios todos entonces: líquenes, arañas diminutas, ladrillos de construcción, tractores –importados o no–, plegarias. Todo un cúmulo de bellezas o de fichas con las cuales ponerse uno inmediatamente a jugar. Toda una fuente de luz que deslumbra porque se mueve y es de muchísimos y muy vivos colores. Todo un dolor que se ha trocado en dicha por el único hecho de haber sido pensado. Tal como, de modo previo a Amerindios (2020), ya lo habíamos formateado en un poema –ahora clave– de 1996; nos referimos a “[Estamos pensando]”:
Estamos pensando. Bola de fuego.
Bolo de fuego.
Red. Honda. Veneno.
Manos abiertas.
Estamos pensando. Aquí
en Santa Cruz de la Sierra.
Vapor. Señales de humo. Raíces.
Sin corazón estamos pensando.
Sin precisamente reflexión.
Sólo con el acorde
de algunos recuerdos. Porque eso somos.
Sólo con esa masa de objetos
sobre la superficie del río. Entreverados.
Separados. Disueltos. ¿Quién sabe?
Sólo con ese rumor y ese olor
que cubren el aire. Que instalan
como volutas sobre el río: Pensamientos.
Estamos pensando con un fino cedazo.
Entre branquia y branquia del pensamiento
una tela muy fina. Holandas
para lo visible y lo invisible. Cariño.
Estamos pensando con amor. Este es el secreto.
Esto es lo ignoto para todos los días.
Pensar con amor.
Y así el peje y la salamandra y el martillo
algo tendrán en común por el solo hecho
de haber sido expresados.
La esperanza también y las hojas de la palmera
algo tendrán en común.
De El corazón y la escritura (Lima: BCRP, 1996)
He leído mucho sobre el tema taller pero hasta ahora no había encontrado esta perspectiva. Como lectora, celebro la lucidez del autor”, Juana Porro (Argentina)