Aunque aquí no desarrollaremos más ampliamente nuestro argumento, creemos que lo que ha hecho Vladimir Herrera por la poesía de nuestra región (incluida la peruana) es fundamental. Ha llevado a la altura de las dendritas, no de la impotente estampa ni del mero bullicio callejero, nuestra compleja y multidimensional cotidianidad. Mostrar que, tal como Sorolla, el asunto consiste más en un juego de sol y sombra que en sobrecargar la anécdota; asimismo, y esta vez de cara al mito, en que el eco es más decisivo, perdurable y productivo que la viva voz. Es por estos dos motivos que en su poesía todo se halla impostado y dislocado tal como, precisamente, si viviéramos entre los varios niveles de las líneas entrecortadas de nuestra cordillera. Sus versos no son ave enjaulada, sino liberada; es decir, no sólo aquella que se ha echado a volar, sino, incluso, la misma que alcanzamos sólo por pura voluntad de mirar o de imaginar, aunque sin que dejemos de acreditar en su existencia. Herrera ha sabido ser fiel a sí mismo y, sin melodrama alguno, entre una generación de periodistas de diarios de la tarde o actores de zarzuela, sobrellevar en solitario su íntimo estruendo. Y esta experiencia de una poesía a la larga clásica (alegoría, mito, decoro) volcarla a los temas o motivos de su terruño. P.G.